Venía escuchando en la Duna un tema relacionado con las mujeres de una tribu que se encuentra en el límite entre Afganistán y Pakistán, y la periodista se mostraba genuinamente sorprendida por el hecho de que cuando estaban con el período, tenían que retirarse a un lugar aislado. Quizá debiera incluirse la Antropología entre las materias que se les enseñan a los futuros periodistas. Nadie dice que lean “La Rama Dorada” (en cuyo capítulo XX hay una larga referencia a los pueblos que consideran impuras a las mujeres que están menstruando y también a las que dieron a luz recientemente), pero al menos deberían saber que eso no tiene nada de raro entre los pueblos primitivos. Como señala Frazer, “un aborigen australiano que descubrió que su mujer había reposado en su frazada durante su período menstrual, la mató a ella y murió él mismo de terror dentro de los quince días posteriores al hecho”.
La sangre está entre las cosas que han sido consideradas tabú desde tiempos inmemoriales. Las referencias al respecto son incontables y tienen que ver tanto, con un imperativo de pureza, como con la proyección de cualidades atribuidas a ese fluido (valor, serenidad, cálculo) y la omnipresente prohibición de derramarla. La sangre seduce y repele, encarnando esa mezcla de aversión y deseo que constituye la fascinación.
En nuestros días, más allá de que el primitivismo mental sigue vigente, bajo otras formas (a veces tan poco racionales como las de los Yabim de Papúa Nueva Guinea o los Bageshu de Uganda), al igual que en rituales atávicos, pero con otro significado, se extrae sangre para exámenes médicos con el consentimiento de la víctima. También se derrama, si bien por lo general sin consulta al proveedor, ni demasiados miramientos en cuanto a la forma.
Otro día me voy a referir a algunos aspectos curiosos de la religión católica, entre ellos la así llamada “preciosa” sangre de Cristo, razón por la que omito mencionarla aquí.
Ahora veamos mejor la sangre desde otra perspectiva, la de Dexter, el protagonista de la serie homónima que se gana la vida como analista de patrones de manchas de sangre en la policía de Miami y que dedica parte de su tiempo libre a eliminar gente que –naturalmente- se lo merece, eso por exigencias del guión, puesto que de lo contrario sería difícil lograr que la gente se identificara y terminara simpatizando con un asesino en serie. Esa faceta, en todo caso, no es la que me interesa en este comentario.
Las manchas de sangre, su disposición y el ángulo de incidencia con el plano, la forma, secuencia y, si se me permite la licencia poética, el ritmo plástico que exhiben, son en último término una instancia narrativa para el ojo entrenado. Tú y yo no vemos más que un espeluznante guirigay, pero al experto la sangre le habla: en ella está encerrada la historia y por ende la posibilidad de reconstruir los eventos de los que la escena del crimen da cuenta.
Los quimioluminiscentes como el Luminol, los senos y cosenos de los ángulos, el ADN contenido en la sangre, todo eso nos sitúa en un escenario aséptico que engloba las cuatro ciencias cuyos rudimentos aprendimos en el colegio: matemáticas y física, biología y química.
¿Y los aullidos de las víctimas? ¿Y el olor espeso, nauseabundo, a matadero? ¿Dónde queda todo eso?